Habrá quien piense que los vaqueros no son, en principio, la pieza más HARPER'S BAZAAR del armario. Y, sin embargo, esta cabecera jugó un papel decisivo y poco conocido en el salto de este tejido, rudo y prosaico, a los altares de la moda. Sin desmerecer la infuencia que en ello pudiera tener Marlon Brando, fueron Diana Vreeland y Carmel Snow –editora de moda y directora de la revista en EEUU– las que, a primeros de los cuarenta, azuzaron a la diseñadora Claire McCardell (1905-1958) para que creara “un vestido estiloso para el quehacer cotidiano de las amas de casa”. Así nació en 1942 un traje conocido como popover dress, traducible como “vestido para echarse encima”... de lo que fuera. Realizado en denim, se comercializaba por 6,95 dólares en la época, pero poseía una innegable elegancia, dentro de su simplicidad pavorosa, gracias a una cintura marcada y una falda con vuelo. Hasta la muerte de la diseñadora, se vendieron cientos de miles de lo que podría muy bien considerarse el eslabón perdido entre la bata para trabajar en casa y el traje de oficina. Y entre el blue jean como lienzo de rebeldía y su aceptación como elemento de moda respetable. Este traje se convirtió en el pilar del estilo de McCardell, reivindicada hace relativamente poco como pionera de la moda estadounidense y de su flosofía. Pero la diseñadora usó el tejano para mucho más que para esta suerte de uniforme doméstico listo para ocasiones informales. Le gustaba tanto que también cortaba con él trajes de dos piezas o ligeros abrigos de rayas. Sí, todo eso ocurría en los años cuarenta. Por si alguien creía que los conjuntos en denim de Stella McCartney para esta primavera tenían algo de novedoso.

Los vaqueros específicamente concebidos para mujeres existían desde 1938 y, solo un año después, las revistas de EEUU ya sugerían que se cambiara “la tradicional bata de fores para estar en casa por un peto de jean”. Pero, espoloneada por Vreeland –quien, fiel a sí misma, una vez tachó uno de sus diseños de “patético”–, McCardell llevó el tejido más allá de los límites del pantalón de cinco bolsillos. La editora afirmaba que la diseñadora “conocía y respetaba el cuerpo y sus proporciones total, total, TOTALMENTE”. Por eso sus creaciones proliferaron en las páginas de Harper’s Bazaar durante la era Vreeland (de 1936 a 1962). Seguramente no por casualidad, a menudo, fotografiadas por otra mujer, Louise Dahl-Wolfe. En las páginas de Bazaar se unían cuatro mujeres defendiendo que el vestir funcional no tenía por qué renunciar a lo atractivo. Suena reivindicativo y, a su singular manera, lo era. McCardell, atlética hija de una acomodada familia sureña, entró en contacto con la moda a través de las revistas de su madre y empezó a repensar las prendas de sus tres hermanos. “Siempre me preguntaba por qué la ropa de mujer tenía que ser delicada. ¿Por qué no podía ser práctica y robusta a la vez que femenina?”, declararía.

Tampoco es cosa del azar que la gran referencia de McCardell fuera otra mujer, Madeleine Vionnet, a quien admiraba por la simplicidad de su innovación y por su íntimo conocimiento de los deseos y necesidades femeninas. “McCardell vistió la salida de las mujeres de sus casas y su entrada en el mercado laboral que demandaba un guardarropa asequible y práctico”, explica el libro Claire McCardell: Redefining Modernism. El diseño de McCardell está ligado al vaquero no solo porque fuera una de sus arcillas favoritas. También porque ambos compartían valores y fueron menospreciados por la Historia de la moda durante décadas. Ella, como una figura menor respecto a fabulosos coetáneos como Christian Dior o Coco Chanel. En 1998, una exposición en Nueva York sirvió para reivindicar su papel. Ciertamente el suyo no era un producto de alta costura y su principal logro fue contribuir a la evolución del guardarropa de la mujer trabajadora a la que proporcionaba libertad y soluciones. “Ella fue la fundadora de la moda americana democrática”, argumentaba la comisaria Valerie Steele al inaugurar la muestra neyorquina.

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Robert Pattison, con traje de denim, ante Kristen Stewart, en diciembre de 2009

De su mano, la moda se acompasó con algunos de los cambios de la sociedad de los años treinta a los cincuenta. Pero no vivió para ver cómo su amado vaquero se convertía en ubicuo y, a la vez, respetable en los años setenta. Tampoco cómo las siguientes generaciones de diseñadores, con Calvin Klein a la cabeza, hacían millones con líneas dedicadas a él. Ni cómo París –que tanto había infravalorado a la moda americana y a ella misma– sucumbía a la modernidad azul en la década de los ochenta. Fue entonces cuando sus luminarias, de Lagerfeld en Chanel a Azzedine Alaïa, los subieron a la pasarela siguiendo el ejemplo de Yves Saint Laurent que adoraba –y hubiera querido inventar– el blue jean. “La ropa debe ser para mujeres vivas y reales… Pensada para ser vestida y para vivir en ella”, sostenía McCardell.
A la política Madeleine Albright le gusta repetir que “hay un lugar especial en el inferno para aquellas mujeres que no ayudan a las demás”. No cabe duda que McCardell no está ahí y que su humilde legado resulta más contemporáneo que nunca. Casi tanto como ese tosco tejido al que tanto esfuerzo dedicó. Y que recorre este número, tuteando a las colecciones de la nueva temporada o vistiendo a mujeres tan portentosas como Penélope Cruz. Porque entregarse a la modestia de los vaqueros puede ser también un acto de fabulosa reivindicación. Diana Vreeland lo sabía y por eso pontifcó que “los blue jeans son lo más bonito desde la góndola”.

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Penélope Cruz, con chaqueta vaquera de Chanel. Foto de Cedric Buchet.